Lourdes SARRÍA URIGÜEN, Departamento de Inmunología, Microbiología y Parasitología. Euskal Herriko Unibertsitatea UPV/EHU
No sé, a estas alturas, si hay algo sobre el ébola que no sepa ya todo el mundo. El bombardeo informativo ha sido —y continúa siendo— abrumador.
Para la mayoría esta historia empezó con la llegada del misionero español Miguel Pajares, contagiado de ébola en Liberia y repatriado el 7 de agosto, quien, tras ser ingresado en el Hospital Carlos III de Madrid, falleció días más tarde por complicaciones derivadas de la enfermedad.
Desde ese momento, se nos fueron relatando todo tipo de detalles sobre este virus.
Con el nombre de ébola nos referimos a varias cepas de un mismo virus que se identificó por primera vez en seres humanos en 1976 en dos brotes simultáneos ocurridos en Nzara (Sudán) y Yambuku (República Democrática del Congo). La aldea en la que se produjo el segundo de ellos está situada cerca del río Ebola, que da nombre al virus.
Este virus produce una enfermedad devastadora que, en un alto porcentaje de casos causa la muerte y para el que, de momento, no hay tratamiento ni vacuna. Desde su descubrimiento hasta la última epidemia en 2012, se habían registrado aproximadamente 2.200 casos, de los cuales 1.500 fueron mortales. Sin embargo, es muy posible que casos esporádicos e incluso epidemias hayan pasado inadvertidas en áreas de población rural sin acceso a servicios médicos.
La epidemia de 2014 es el mayor brote de enfermedad por el virus del ébola de la historia. Aunque la OMS declaró el brote en marzo de 2014, se ha podido determinar que el primer caso ocurrió en diciembre de 2013, en un área al sureste de Guinea, para extenderse posteriormente a Liberia, Sierra Leona, Nigeria y Senegal.
Adicionalmente, se produjo otro brote en la República Democrática del Congo causado por una cepa distinta, que no guarda relación con los otros países, si bien las autoridades del país lo dan por controlado.
Aunque la OMS declaró el brote en marzo de 2014, se ha podido determinar que el primer caso ocurrió en diciembre de 2013, en un área al sureste de Guinea.
Foto: CC BY - European Commission DG ECHO
En agosto, los miembros y los asesores del Comité de Emergencias de la Organización Mundial de la Salud consideran que se han cumplido las condiciones para declarar una “emergencia de salud pública de importancia internacional”.
Las noticias se empiezan a suceder con rapidez. La cifra de afectados aumenta sin parar. Máxima alerta y seguridad son las claves que garantizan que un contagio en un pais desarrollado es practicamente imposible. El riesgo es casi cero.
La Comisión Europea descarta riesgo de que el virus del ébola se propague por Europa por la repatriación a España del religioso Miguel Pajares, el primer caso “oficial” de un ciudadano de la UE que regresa con la enfermedad al continente.
Poco después, tenemos noticias de una segunda repatriación. El religioso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, Manuel García Viejo, infectado por ébola en Sierra Leona, manifesta su voluntad de ser repatriado a España y el Gobierno pone en marcha por segunda vez un protocolo de repatriación.
Tras la llegada de este nuevo caso, quizá con algo menos de repercusión mediática pero con el mismo desenlace (el fallecimiento del misionero) se produce la noticia:
Una auxiliar de enfermería española es el primer caso de contagio de ébola en Europa. La sanitaria formaba parte del equipo que atendió al misionero Manuel García Viejo, quien falleció de ébola el 26 de septiembre en el hospital Carlos III de Madrid y también a Miguel Pajares, fallecido el 12 de agosto. Los dos análisis efectuados a la mujer han dado positivo.
A partir de este momento la enfermedad adquiere otra dimensión; ya no es una enfermedad africana; ha llegado a occidente, al mundo desarrollado, civilizado, con recursos sanitarios, con personal súmamente cualificado. Ha pasado a ser nuestra enfermedad, nuestro problema. Día tras día las páginas de todos los diarios y gran parte de los informativos llenan sus espacios dándonos todo tipo de detalles sobre las características del virus, su mecanismo de transmisión, el periodo de incubación, sus manifestaciones clínicas asi como los tratamientos paliativos y experimentales. Nos muestran como los sanitarios deben utilizar los trajes de bioseguridad, como se los ponen y quitan, cuanto tardan en hacerlo y cuantas veces al día lo hacen. Nos hablan, además, de bioseguridad nivel 4, que muchos, sin duda, relacionan con la ficción de la gran pantalla. Y nos meten de lleno en la vida de una pobre mujer, su marido, su perro, sus peluqueras y sus compañeros de trabajo.
La preocupación, la necesidad de estar informado y, por que no, también el morbo, nos hace estos días estar especialmente pendientes de las novedades en la prensa. Leo un poco por encima en un diario digital la evolución de la paciente, varios artículos de opinión y las manifestaciones poco acertadas de algún político. Y al bajar la pantalla llego hasta una noticia que casi pasa desapercibida: “17.000 niños mueren cada día en el mundo”. Se trata de una nota de prensa de Unicef sobre una campaña que ha puesto en marcha para seguir contribuyendo a disminuir la mortalidad infantil (sí, has leído bien, porque aunque todavía haya que hablar de esa cifra —17.000— la mortalidad infantil se ha reducido casi a la mitad desde 1990).
Y mientras aquí solo hablamos de ébola, la neumonía, la diarrea y el paludismo siguen siendo las principales causas de mortalidad infantil. Enfermedades que se pueden prevenir fácilmente con una vacuna, acceso a agua potable o una mosquitera.
Mientras aquí solo hablamos de ébola, la neumonía, la diarrea y el paludismo siguen siendo las principales causas de mortalidad infantil.
Foto: CC BY - European Commission DG ECHO
¿Qué nos está pasando? Ponemos el grito en el cielo ante el sacrificio (¿innecesario?) de un animal mientras pasamos la página rápidamente cuando nos recuerdan, una vez más, que miles de niños mueren al día por una infección que, en nuestro medio, solucionaríamos sin problemas tras una visita al pediatra.
La enfermedad por el virus ébola apareció hace ya casi 40 años y todavía no se dispone de tratamientos eficaces o vacunas. El por qué es muy obvio: la enfermedad siempre ha estado circunscrita geográficamente a países africanos pobres. Otro problema más que periodicamente se sumaba a la muerte cotidiana por tuberculosis multirresistente, SIDA o paludismo, por citar solo las más frecuentes.
El brote epidémico del ébola ha puesto de manifiesto lo que todos sabíamos: la infraestructura sanitaria de gran parte de África subsahariana es muy deficiente y esto ha favorecido que uno de los agentes infecciosos mas letales que se conocen se haya aprovechado de esta escasez de personal de atención de salud, de salas de aislamiento o de unidades de cuidados intensivos para expandirse sin control.
¿Hasta dónde puede llegar esta epidemia? De momento, ha destrozado familias y aldeas enteras en África. Algunas comunidades casi han perdido toda esperanza. Muchas personas no tienen ni idea de lo que ha pasado ni por qué (es la primera vez que el ébola afecta a países del África occidental).
Las últimas estimaciones manejan distintos escenarios. El más pesimista eleva a 1,4 millones las personas infectadas hasta enero de 2015 en los dos países más castigados por la enfermedad, Liberia y Sierra Leona. En el otro extremo, la estimación más favorable apunta a que la epidemia podría estar practicamente controlada en enero. Para ello, es necesario conseguir que un 70% de las personas infectadas sean atendidas en condiciones adecuadas por los servicios médicos (actualmente es del 18% en Liberia y del 40% en Sierra Leona).
Son muchos los expertos que coinciden en que hay que concentrar todos los esfuerzos en los países afectados para combatir adecuadamente la epidemia, y no solo por solidaridad sino por puro espíritu práctico.
Debemos insistir en el mensaje que comparten todos los especialistas: “la única forma de atacar la epidemia en serio es destinar recursos a África”.
Esperemos que los países europeos reaccionen antes de que sea demasiado tarde y cambien su actitud aparentemente pasiva e insensible por medidas solidarias y generosas.
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